martes, 12 de julio de 2011

Santander

Santander y Panajachel son uno para los viajeros por tierras guatemaltecas. “Despeñarse” carretera abajo sobre el lago desde Sololá hasta esa población, es un viaje espectacular. El viajero no puede evitar, asombrado y algo temeroso,  alternar la mirada hacia las cascadas que caen sobre su cabeza o hacia el lago que se extiende a sus pies. Pero una vez abajo, es obligado el recorrido por la calle Santander hasta la orilla  del Atitlán, donde están los embarcaderos de los barquitos que realizan paseos o los que trasladan a los habitantes de los pueblos que salpican la orilla.



Aunque ya no existen los talleres de costura donde te hacían una camisa a tu gusto en una tarde, Santander sigue siendo la calle de las artesanías, de los restaurantes, de bares y la de  más actividad.  Una calle para turistas y de “turistas”, pues allí se establecieron los norteamericanos y europeos, hoy canosos sesentones, que llegaron en los setenta y ochenta atraídos por lo idílico del lugar. Allí instalaron sus locales de ambiente “trotamundo” cambiando poco a poco el predominio de  la cocina local por la pizza y la música tradicional por el rock. Los indígenas siguen manteniendo una amplia oferta de textiles, algunos aún tejidos a mano con el ancestral telar de cintura, tallas de madera, collares, pulseras...











Fue allí donde supimos del asesinato en la ciudad de Guatemala, mediante un operativo perfectamente diseñado, del cantautor argentino Facundo Cabral. “Daños colaterales” según titulaba un diario, ya que viajaba con el empresario que le había contratado, Henry Aquiles Fonseca, quien podría ser el objetivo del atentado. Muy popular a este lado del océano, mucha gente ha llorado en Latinoamérica la muerte de este trovador y a menudo nos han comentado el suceso y compartido su pesar.
Lamentablemente, no es excepcional la muerte violenta aquí, cada vez que echo un vistazo a algún periódico los asesinatos se encuentran entre los sucesos, entre cinco y ocho personas diarias he contabilizado, lapidadas o tiroteadas.
 























Pero a veces, en la vida te encuentras ternura e inocencia. Llegar al lago Atitlán, contemplar los volcanes Tolimán, San Pedro y Atitlán que le rodean y pasear de nuevo por Panajachel, no hubiera sido lo mismo sin el encuentro casual con dos niñas. Una se acercó curiosa a nuestra mesa durante la cena y volvimos a encontrarla de nuevo a la mañana siguiente jugando y  encaramándose por cualquier sitio; la otra  ejercía, sonriente y con mucho remango, de experta mamá de un muñeco de plástico bien arropado con una manta.


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