martes, 31 de marzo de 2020

El inexorable paso del tiempo



De joven hasta puede parecer que los años van demasiado despacio con esa ilusión por ser mayor, por ser independiente y poder hacer lo que quieras sin contar con nadie. Ese afán juvenil de no rendir cuentas y probar lo prohibido, amar, ensalzar la amistad, dar rienda suelta a la vida y a las locuras que surjan espontáneamente en cualquier momento. En fin, vivir con intensidad y sin límites.
Ahora, desde la perspectiva del tiempo ya vivido, momento a momento, minuto a minuto, con tan vertiginosa velocidad que al mirar atrás produce vértigo y te impide recordar con exactitud -siempre resulta ser mayor- cuánto tiempo hace desde cada acontecimiento conmemorado, ¡ahora resulta tan corta la vida...!
Y es que algún sabio ya entradito en años contestó, a la pregunta de cuál era su edad, que tenía “unos veinte, con suerte”, porque en realidad eran los años que le quedaban según la media de esperanza de vida, los anteriores ya nos los tenía.
Pero, paradojas de la vida, en el momento que añoras poder ralentizar el tiempo porque no te llega para los planes que te pasan por la cabeza, porque tienes la sensación de que se escapa entre los deseos, resulta que ansías que todo pase pronto. Los días entre cuatro paredes se hacen eternos, parecen vacíos, aunque llenos de temores, saturados de silencios infinitos que nos confunden la mente tan acostumbrada ya a una existencia sin ellos. Anhelas que cada día sea toda una semana. Deseas poder, viajando en el tiempo, llegar al día después, al tiempo en que ya pasó todo y, sin necesitar abrir la ventana como cada mañana, abrir de par en par la puerta y salir a que te moje la lluvia o te bañe el sol, acercarte a la gente, abrazar por doquier, besar intensamente, correr y correr calle arriba y calle abajo hasta perder el aliento por el esfuerzo y no volver a los días anteriores cuando estábamos tan temerosos de perder ese aliento entre cuatro paredes.

30 de marzo de 2020

Fotografía realizada en el collado de Pandébano (Picos de Europa) en 1975

miércoles, 25 de marzo de 2020

Los sonidos del silencio





De repente tanto vacío en la calle, tanta carretera solitaria, tanta ausencia de motores que sin descanso y de un lado a otro inundan mi vida de un ruido constante… tanto silencio que se puede oír algún perro en lejanía con ladridos tímidos, como intentando no romper la paz. De pronto puedo distinguir el moderado sonido del tren pasando detrás de las gradas del campo de futbol y descubro un silencio olvidado.
Vuelvo a recordar la tranquilidad de mi infancia cuando el paso de cada tren, entonces con máquinas de vapor alimentadas con carbón y arrastrando coches con asientos de madera, rompían aquel silencio y marcaban el ritmo vital y laboral de la gente del pueblo, marcaban la hora del ordeño y hasta el fin de la siesta. Desde mi casa lo podía ver entonces salir de la estación e ir cogiendo velocidad y dejando atrás una estela de humo mientras su sonido se iba desvaneciendo por Mompía, donde, como último respiro antes de desaparecer definitivamente, emitía un pitido para avisar en el paso a nivel.
Vuelvo a recordar la tranquilidad que nos permitía jugar al fútbol o imitar partidos de tenis, con palas en ausencia de raquetas, en plena carretera por donde pasaba un coche de tarde en tarde y le oíamos acercarse con tanta antelación que podíamos detener el juego antes de que llegara. Así tardes enteras, solo interrumpidas para paliar la sed bebiendo a morro en cualquier fuente. Entonces eran nuestros alegres gritos infantiles de juegos interminables, de no parar hasta la hora de la merienda y de la cena, y las correrías en bici o el rodar de los triángulos caseros cuesta abajo por esa carretera los que rompían el silencio y, de vez en cuando, algún ladrido de los guardianes que en cada casa velaban por la ausencia de extraños.
Recuerdo cómo entonces la iglesia no tenía reloj, para qué si los tiempos los marcaba el tren, y solo sus campanas llamaban a misa los domingos contribuyendo así a mantener el sosiego que se rompía sólo una vez al día, con extremada rutina y precisión, con el canto de los gallos al amanecer que, como un coro diseminado aquí y allá, se oían por todos los puntos cardinales a distintas distancias. Entonces prácticamente todas las casas tenían gallinero, y tenían huerta…
…Sigo escuchando el silencio de mi infancia mientras cae la tarde en esta extraña situación y mi espíritu se inunda de contradicciones. Quiero seguir disfrutando de este silencio, quiero oír el paso del tren, quiero recuperar tanta tranquilidad… pero… sobre todo, quiero que la gente vuelva a salir de su casa, vuelva la trepidante y ruidosa rutina y a imaginar, entre tanto bullicio, la alegría de los niños jugando en los parques.

24 de marzo de 2020