miércoles, 26 de abril de 2017

¡Ayuda, compañero, ayuda!


“¡Ayuda, compañero, ayuda!..., gritaban algunos caídos con heridas leves pero que no podían caminar. ¡Y yo no podía hacer nada! ¡Imposible echarles una mano! A otros les iban abatiendo hasta prácticamente aniquilar toda la compañía. El fuego de la artillería al que nos sometieron era intenso ¡Imposible ayudar a nadie! ¡No sé como conseguí salir vivo de allí! ¡Casi todos cayeron!”
Sin poder contener las lágrimas, como si hubiera ocurrido ayer, así contaba José Herrera cincuenta años después lo que vivió en el frente de Bricia. Se le apagaba la voz y se emocionaba cada vez que revivía aquel día, mucho mas incluso que cuando recordaba la marca que le dejó en el capote, de lado a lado de la espalda, aquella bala justo en el momento de girarse para gritar ¡adelante! Era, sin duda, la que apuntaba certeramente a su pecho.

Y es que, por Bricia y Carrales, hasta la Sierra de Hijar, se extendía la línea de defensa de la Provincia de Santander del ejército gubernamental republicano y donde iniciaron la ofensiva del frente norte las tropas del Corpo Truppe Volontarie italiano (Cuerpo de Tropas Voluntarias), aliados del ejercito sublevado durante la Guerra Civil.
Concretamente por la zona de Bricia atacaron el C.T.V. apoyados por la mitad de la 1ª brigada de Castilla. Defendían la 48ª y 49ª división del XIV cuerpo de ejército y la 52ª del XV. Los bombardeos de la aviación y el fuego de la artillería fue tan intenso que aniquilaron la línea defensiva en aquella dramática jornada del 14 de agosto de 1937.

Varios pueblos ardiendo dejó atrás José en su retirada a pie por Socillo y Cabañas de Virtus en dirección a las Hoces de Bárcena, por donde hoy se extiende el Pantano del Ebro. Andando regresó derrotado a su casa de Azoños donde esperaba su mujer y su hija de solo tres años.
Volvía a emocionarse al recordar cómo, con los pies hinchados decidió caminar descalzo y “una mujeruca de Bárcena de Pié de Concha”, se compadeció al verle así y le dijo: “-miliciano, espera- y me dio unas alpargatas de su marido”- rememoraba cariñosamente.


El pasado invierno ascendí al monte Tureña cubierto de nieve y descubrí una geografía espectacular, pero no me imaginaba que debajo de aquel manto blanco permanecían aún los restos de trincheras y parapetos donde mi abuelo vivió aquellos momentos. Recientemente he vuelto a esta montaña y reconocí los ruinas de muros con troneras y el zigzag de las trincheras. Casual y perturbador descubrimiento. Ochenta años después de aquellos sangrientos combates, sentí como se me encogía el corazón cuando descubrí que pisaba donde tantos dieron su vida en una maldita guerra y recordé como se le llenaban de lágrimas los ojos a mi abuelo cada vez que lo recordaba.




















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