domingo, 14 de octubre de 2012

Tea time

Acabo de llegar a puerto tras un largo día navegando en mi barquito. Me encanta navegar en mi barco por aguas tranquilas, ver su silueta reflejada en el agua y mecerme levemente en el vaivén del mar. Aprovecho la jornada para sentarme en cubierta disfrutando de la brisa y pasar horas leyendo la historia que nace cada día, la que cada día trae aroma de papel impreso.
 
A media tarde me sirven un té y mientras la infusión calienta mi paladar, observo tranquilamente el horizonte y el constante pasar del tiempo… una experiencia imposible en otra época. Lógico, el tiempo sólo se aprende a medir con exactitud cuando hemos acumulado un mínimo de tiempo y un importante bagaje de experiencias.
 
 
Antes, las horas no eran de minutos y los días parecían de más horas. Creíamos ser capaces de atraparlos para siempre con un simple alambre. Sin saber desde cuando observábamos distraídos como avanzaba la yedra por la piedra y sólo cuando el óxido se apoderaba de nuestras obras recordábamos cuánto hacía que no le dábamos una mano de pintura. Y es que, a base de acumular fechas olvidamos los días, pasan de largo por delante de nuestra puerta, esa que de tantas veces luciendo carteles de conciertos, eventos, ofertas y anuncios varios ya no sabemos lo que anuncia hoy . 
 
 

 

 
Ahora sé que, tanto lo que deseas conservar para siempre como lo que no quieres recordar jamás, lo pones a buen recaudo bajo llave. Precisamente, apurando el último sorbo de té ya tibio, la cancela carcomida me ha recordado que también un candado puede condenar al olvido nuestros mejores recuerdos, que el tiempo, inexorable, puede fagocitar nuestra memoria.
 
 

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