Sería la primavera o, tal vez, el verano de 1960, en San Vicente del Monte. Mi madre, conmigo en brazos envuelto en la toquilla, cuidaba del ganado mientras pastaba en El Sel, cerca de Los Corrales. De pronto, una vaca se marchó hacia el prado del vecino. Mi madre me posó sobre la hierba en sitio seguro y se apresuró a volver al animal a su pasto. Conseguido su fin, al volverse para regresar hacia mí, ¡sorpresa!, el corazón le dio un vuelco al contemplar cómo el toro de la manada me hacía rodar por el suelo como una pelota empujándome con el morro movido por la curiosidad que le producía aquel extraño bulto.
Con mi hermana, mi madre, mi abuela, mi tío... en El Sel.
Al fondo, San Vicente del Monte. Destaca el edificio de la escuela, hoy Albergue.
Jóvenes con los curas en la plaza, delante de la iglesia. Mayo de 1961

Fotografía fechada el 22 de enero de 1962
Lógicamente, esta anécdota yo no la recuerdo, me lo han contado. Lo que si recuerdo es la casa de Los Corrales y mis contadas y breves estancias allí con mis abuelos. La amenaza siempre presente del lobo entre los propietarios de ovejas, el temor a los rayos (con tragedias tan próximas), el sabor del pan recién hecho en casa, las morcillas y los chorizos oreándose en la cocina de leña. Aun recuerdo también los baños en el río, el viaje en el tren de carbón hasta Treceño y luego en la furgoneta de Lino, las ruinas del Casetón donde por nuestra seguridad estaba prohibido entrar pero cuyos misteriosos rincones provocaban las más fantásticas historias en nuestra imaginación, llevar con el burro la leche al puesto de Laura que la recogía para la desaparecida SAM… En fin, la forma de vida en las zonas rurales de los años 60 vista –y vivida con entusiasmo- con los ojos de un niño.
Hoy en día: Los Corrales desde San Vicente del Monte Al fondo, Birruezas
Birruezas
San Vicente del Monte desde el camino a Santibañez
Con el regreso de mis abuelos a la ciudad, a mediados de aquella década, se acabaron aquel tipo de vivencias infantiles y fui acumulando otro tipo de experiencias por otros lugares a los que me ha llevando la vida, alejándome de aquel niño que fui, y sumando años, sobretodo años. Así que, durante mucho tiempo, no volví por allí y creía que los recuerdos se habían olvidado.
Pero, caprichos del destino, de nuevo vuelvo a ser asiduo de San Vicente, aunque no sea en Los Corrales, sin olor a pan ni a leña y sin temor a lobos y rayos. Cada año, al menos una vez, vuelvo a disfrutar de los rincones, del paisaje y la tranquilidad de este pueblo, a recorrer sus barrios y los caminos que llevan a la Sierra del Escudo donde se asientan la historia y las gentes que, como en su día hicieron mis abuelos, han forjado aquí sus vidas a lo largo del tiempo a base de esfuerzo y apego a la tierra. Vuelvo a vivir otras experiencias por Birruezas, Los Selones, El Rutizo, La Casuca, La Cambera de los Moros… Y aquellas vivencias infantiles que parecían olvidadas, vuelven a manifestarse de nuevo claramente, eso sí, en blanco y negro y con las marcas del paso del tiempo.
San Vicente, destacando el edificio del albergue, desde la Cambera de los Moros