Se abre el telón. Despacio, como cada mañana. El escenario
se va descubriendo poco a poco. Gigantesco, grandioso, espectacular. Sin duda, creación
de dioses y el lento esculpir de hielos y tempestades. En acción los efectos
especiales. Se enciende el sol para crear sombras y se aprecie el relieve y se
esparcen aquí y allá unos neveros para dar mas credibilidad a la escena. Alguna
flor alpina por algún rincón, un par de bonitos lagos, algún rebeco por las
peñas… Hoy no habrá nieve ni lluvia, solo luz y algo de brisa ¡Comienza el
espectáculo! Entran en escena los actores. Pequeños, inapreciables en tan
monumental montaje. Caminan despacio, apenas intercambian palabras, no hace
falta texto en esta obra, todos conocen el guion, actores y espectadores son
uno, se interpretan a sí mismos. Aquí no se contempla una función, se vive la
representación, el libreto se va adaptando a las vivencias personales y creando
la propia historia con momentos monótonos y también álgidos, tensos, dichosos…
según el deambular por los decorados. Momentos, horas, jornadas... donde los actores denotan
esfuerzo, sudan, descansan, expresan temor, satisfacción… Cada actor pone su
ritmo a la historia, su cadencia, hasta la apoteosis final y con el desenlace, como
en cualquier teatro que se precie, vuelve a cerrarse el telón. Actores y
espectadores regresan de nuevo a sus hogares esperando con impaciencia la
próxima función.
Fotografías realizadas el 28 de julio de 2018
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