Todos estamos agotados, aunque algunos sacan fuerzas de flaqueza y nos ayudan a los demás. Son muchas semanas de esfuerzo, de tensiones, de sobreponernos al desgaste psicológico que produce tal situación inimaginable sobrevenida inesperadamente. Cada noche de cada día concluye igual: el balance de víctimas, el de salvados… el intercambio de ánimos y el brotar de emociones y lágrimas. Al caer la noche, entorno al fuego surgen canciones que entonamos en coro y hasta anécdotas graciosas para irnos a dormir, los que puedan, un poco menos tensos.
Al amanecer, de nuevo la misma rutina que el día anterior en este islote rocoso en medio de un océano tormentoso que nos trae heridos y ahogados a la orilla y restos rotos del hermoso velero en el que dichosos navegábamos antes del naufragio. Otro día más cercados por la tormenta, sin poder huir y con la amenaza constante de que una enorme ola, de las que saltan por encima del horizonte, nos barra de las rocas y nos aleje de nuestro único refugio de salvación. Nuevos recuentos de muertos, de heridos… añorando la mar en calma de antes del desastre y, mientras se van recuperando los lesionados, otros caen en el desánimo y en la crítica y otros, ¡malditos!, aprovechan la situación para con artimañas y falsedades debilitar nuestro ánimo, desunirnos y erigirse en salvadores.
Y en el horizonte comienzan a aparecer negras aletas que se van acercando a la isla esperando pacientemente a que todo pase y cuando, confiados de que se superó la tempestad y volvamos a navegar, aprovecharse de nuestra debilidad para adueñarse de nuestras vidas y saciar su hambre. Los tiburones no tienen piedad con los débiles.
9 de abril de 2020
Fotografía realizada en la costa del faro de Cabo
Mayor en 1973
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