En esta tierra donde nací, de días nublados que intensifican
los verdes y resoles que alegran el paisaje, siempre en la lejanía hay una
línea azul. Si subes a las montañas, allá donde la nieve perdura hasta el
siguiente invierno, verás valles, praderas, bosques y pueblos y, en la lejanía,
una franja azul que se junta con el cielo. Cuando por las riberas sigues el
curso de arroyos y ríos, dejando atrás vegas y desfiladeros, siempre caminas
hacia el norte, como si la rosa de los vientos hubiera marcado de antemano tu destino, hasta llegar a la sinuosa costa donde rompen
las olas contra los cantiles en días de temporal o lamen suavemente los
arenales cuando son tranquilos. Y es que siempre, al fondo, está el mar. Siempre
poniendo el fondo azul para resaltar los colores del paisaje, siempre, estés
donde estés, marcando el norte, decidiendo si llueve o hace sol, labrando día a
día, incansable, el precipicio que pone
fin a la tierra firme y conquistando nuestra atención con el ir y venir de
espuma y salitre.
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