La casa de mi abuelo era noble, de esas de recios y anchos
muros de piedra, con solana al sur donde mi abuela tendía la ropa, y tejado con
dos aguas de teja árabe que impedía que penetrara el calor en agosto y la
lluvia del invierno. Tenía dos plantas y cálidos suelos de madera, un amplio
hogar donde cocinar y una espaciosa cocina donde se reunía la familia.
Estaba en un hermoso valle rodeada de prados y bosques
donde, al final de la primavera y
principio del verano, se oía cantar al cuco y de vez en cuando se distinguía la
silueta de un venado o un jabalí. Tenía muy cerca un manantial de agua fresca y
cristalina desde dónde mi abuela todos los días traía un caldero a la casa que
usaba, además de para cocinar, para lavarse la cara cada mañana porque decía
que era muy buena. Mi abuela siempre tuvo una piel preciosa, incluso cuando los
años la llenaron de arrugas, su cara mantuvo un espléndido cutis que a todos
llamaba la atención. A mi abuelo, cuando tenía sed, le gustaba beber directamente
en aquella fuente y refrescarse la frente acalorada por las labores del campo.
La casa de mi abuelo olía a prados recién segados en
primavera, sobre todo cuando mi abuela abría de par en par las ventanas “para
que entrara el sol” –decía- , olía a manzanas que mi abuela guardaba en los
armarios, entre la ropa´, “para conservar la cosecha y que den buen olor a las
sábanas” –decía-, olía a castañas asadas en otoño o a lumbre y puchero en
invierno cuando caían los copos de nieve y la noche llegaba antes, cuando mi
abuelo esperaba la cena arreglando los apeos o poniendo mangos nuevos a las
azadas, desgranando maíz o metiendo leña para tenerla a mano a la hora de atizar el fuego…
Hoy he vuelto al pueblo. Entre la maleza he vuelto a la casa
de mi abuelo, ahora caída, con un solo muro en pie, con las recias vigas que
sujetaban el tejado, y que mi abuelo talló a azuela en el monte, rotas en el
suelo y comidas por el abandono y la humedad. Se han llevado, posiblemente para
algún chalet cerca del mar, las grandes piedras del dintel de las puertas que también talló mi abuelo a golpes de maza
y cincel. La sillería ha desaparecido y solo queda esparcida por el suelo entre
ortigas y zarzas la mampostería. El saqueo ha sido selectivo en la casa de mi
abuelo y en todas las casas del pueblo desde que se despobló, allá por los
sesenta, cuando casi todos se fueron a trabajar a la ciudad y después les
siguieron los que tenían que sobrevivir al largo invierno en soledad. Y ya nunca volvieron a oler la hierba recién segada, ni las manzanas, ni las castañas… ni
a oír el cuco cada primavera.
Texto inspirado en mi visita al pueblo abandonado de
Valsurbio en la Sierra del Brezo (montaña palentina) donde solo queda en pie la espadaña de la
iglesia y un enorme letrero reza: “ Se prohíbe terminantemente extraer piedra
del término municipal de Valsurbio bajo pena de sanción de 3.000 euros”.
Afortunadamente, en una casa ha vuelto a humear la chimenea y ahora se
encuentran un par de casas en restauración porque, al menos parte del año,
están regresando algunas familias a ese paraje excepcional. Allí he tenido la suerte de ver nuevamente –como lo hiciera en mi pueblo de niño- una escena ya casi olvidada en la que dos mujeres y una niña
volvían de la fuente, el manantial
que alimenta el arroyo de la Cárcava, con unos calderos de agua cristalina.
Fotografías realizadas en Valsurbio el 25 de junio de 2016
No hay comentarios:
Publicar un comentario