De repente
tanto vacío en la calle, tanta carretera solitaria, tanta ausencia de motores
que sin descanso y de un lado a otro inundan mi vida de un ruido constante…
tanto silencio que se puede oír algún perro en lejanía con ladridos tímidos,
como intentando no romper la paz. De pronto puedo distinguir el moderado sonido
del tren pasando detrás de las gradas del campo de futbol y descubro un
silencio olvidado.
Vuelvo a
recordar la tranquilidad de mi infancia cuando el paso de cada tren, entonces
con máquinas de vapor alimentadas con carbón y arrastrando coches con asientos
de madera, rompían aquel silencio y marcaban el ritmo vital y laboral de la
gente del pueblo, marcaban la hora del ordeño y hasta el fin de la siesta.
Desde mi casa lo podía ver entonces salir de la estación e ir cogiendo
velocidad y dejando atrás una estela de humo mientras su sonido se iba desvaneciendo
por Mompía, donde, como último respiro antes de desaparecer definitivamente,
emitía un pitido para avisar en el paso a nivel.
Vuelvo a
recordar la tranquilidad que nos permitía jugar al fútbol o imitar partidos de
tenis, con palas en ausencia de raquetas, en plena carretera por donde pasaba
un coche de tarde en tarde y le oíamos acercarse con tanta antelación que podíamos detener el juego antes de que llegara. Así tardes enteras, solo
interrumpidas para paliar la sed bebiendo a morro en cualquier fuente. Entonces
eran nuestros alegres gritos infantiles de juegos interminables, de no parar
hasta la hora de la merienda y de la cena, y las correrías en bici o el rodar
de los triángulos caseros cuesta abajo por esa carretera los que rompían el
silencio y, de vez en cuando, algún ladrido de los guardianes que en cada casa
velaban por la ausencia de extraños.
Recuerdo
cómo entonces la iglesia no tenía reloj, para qué si los tiempos los marcaba el
tren, y solo sus campanas llamaban a misa los domingos contribuyendo así a
mantener el sosiego que se rompía sólo una vez al día, con extremada rutina y precisión,
con el canto de los gallos al amanecer que, como un coro diseminado aquí y allá,
se oían por todos los puntos cardinales a distintas distancias. Entonces prácticamente
todas las casas tenían gallinero, y tenían huerta…
…Sigo
escuchando el silencio de mi infancia mientras cae la tarde en esta extraña
situación y mi espíritu se inunda de contradicciones. Quiero seguir disfrutando
de este silencio, quiero oír el paso del tren, quiero recuperar tanta
tranquilidad… pero… sobre todo, quiero que la gente vuelva a salir de su casa,
vuelva la trepidante y ruidosa rutina y a imaginar, entre tanto bullicio, la
alegría de los niños jugando en los parques.
24 de marzo de 2020
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