…y de mi abuelo.
Tengo un amigo que conserva aún unas botas de montaña de las
de cuero, esas tan buenas que se usaban antes y que duraban eternamente aunque
llevaran un uso extremo. Al menos, una vez al año las usa para mantenerlas en
buen estado, pero claro, como muchas otras cosas, han quedado en desuso
apartadas por modelos más modernos que aventajan, más que en calidad, en
ligereza y menor mantenimiento. Los que usamos alguna vez esas legendarias
botas sabemos de la necesidad periódica de engrasarlas para que el cuero
conserve sus cualidades. Nuevamente, es evidente que el equipamiento, antiguo
o moderno, no dota de cualidades físicas especiales, porque Fonso, con las botas
de cuero o las modernas, sube y baja “que se las pela”, como si nada, parece no
cansarse.
Recuerdo también, hablando de botas, pero de las otras, las
de vino, a mi abuelo enzarzado en la reparación de alguna que le habían solicitado.
Normalmente el arreglo se debía a sufrir alguna fuga. Hábilmente las descosía y daba vuelta a la piel. Extendía uniformemente la pez por su interior y volvía a coserlas ajustando con firmeza
la boquilla al cosido. Finalmente las "curaba" con un vino que se desechaba.
Aunque tuve que deshacerme de mis viejas botas de montaña por su grave deterioro, conservo una bota de las otras, de las de mi abuelo. Y es que, en época de abundantes sibaritas, de sumilleres y
expertos catadores por doquier, un trago de vino de la bota, especialmente si
lo tomamos en plena naturaleza, sigue siendo un gran placer. Y además, un lujo
exclusivo, por poco frecuentado.
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