14 de julio. Entre las 7,15 y 7,30 de la mañana. Avenida
Príncipe de Vergara de Madrid. Una furgoneta de reparto adelanta a un autobús
de la Guardia Civil que acaba de salir de la Escuela de Tráfico en el número
250. Es lunes (sólo realiza su ruta los
lunes, miércoles y viernes). Se trata de una furgoneta blanca, marca Ebro, matrícula
de Madrid y carrozada, cuya caja levanta
medio metro por encima de la cabina. Conduce un joven de 26 años de pelo largo
castaño y barba. Al llegar al semáforo de la plaza República Dominicana se
detiene en el lado derecho. Llega el autobús y se para en el carril izquierdo.
El semáforo se pone en verde y ambos vehículos inician la marcha; la furgoneta
próxima a la acera y a los vehículos aparcados; el autobús por el exterior,
enfilando la avenida de Costa Rica. Unos metros más adelante, la furgoneta se
desvía hacia la derecha por la calle Chile y el autobús se aleja por la
avenida.
Poco más tarde, apenas media hora, otro autobús de la Guardia
Civil realiza el mismo recorrido, pero sin que ningún otro vehículo se
interponga entre él y los coches aparcados. Al otro lado de la plaza, al alinearse
el vehículo con uno de los aparcados, una persona aprieta el botón de un mando
a distancia y una tremenda explosión siembra el caos en la plaza y deja en los
asientos a varios ocupantes muertos en el acto y varios heridos.
La furgoneta, continuando con su ruta de reparto vuelve por
la plaza. Para. Su conductor, aun puede ver a las víctimas en sus asientos y
saber de los muchos heridos que van camino del hospital (varias personas
fallecerían después, doce en total). El lugar, humeante, destrozado y plagado
de restos de coches, cristales y cascotes esparcidos por doquier, es
irreconocible.
Fue en 1986, pero aún hoy, el conductor se pregunta –me
pregunto- si al interponerse con la furgoneta entre el coche-bomba y el primer
autobús haciendo de pantalla, motivó que el terrorista aguardara el paso del
segundo, consiguiendo así mayor efecto en su macabro objetivo.
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