Acabo de llegar a puerto tras un largo día navegando en mi
barquito. Me encanta navegar en mi barco por aguas tranquilas, ver su silueta
reflejada en el agua y mecerme levemente en el vaivén del mar. Aprovecho la
jornada para sentarme en cubierta disfrutando de la brisa y pasar horas leyendo
la historia que nace cada día, la que cada día trae aroma de papel impreso.
A media tarde me sirven un té y mientras la infusión
calienta mi paladar, observo tranquilamente el horizonte y el constante pasar
del tiempo… una experiencia imposible en otra época. Lógico, el tiempo sólo se
aprende a medir con exactitud cuando hemos acumulado un mínimo de tiempo y un
importante bagaje de experiencias.
Antes, las horas no eran de minutos y los días parecían de
más horas. Creíamos ser capaces de atraparlos para siempre con un simple
alambre. Sin saber desde cuando observábamos distraídos como avanzaba la yedra
por la piedra y sólo cuando el óxido se apoderaba de nuestras obras recordábamos
cuánto hacía que no le dábamos una mano de pintura. Y es que, a base de
acumular fechas olvidamos los días, pasan de largo por delante de nuestra
puerta, esa que de tantas veces luciendo carteles de conciertos, eventos,
ofertas y anuncios varios ya no sabemos lo que anuncia hoy .
Ahora sé que, tanto lo que deseas conservar para siempre como
lo que no quieres recordar jamás, lo pones a buen recaudo bajo llave. Precisamente,
apurando el último sorbo de té ya tibio, la cancela carcomida me ha
recordado que también un candado puede condenar al olvido nuestros mejores
recuerdos, que el tiempo, inexorable, puede fagocitar nuestra memoria.
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